“Seguro que a ti esto no te pasa”
“Cuéntame cómo lo haces con tú”
“Que apuro que veas la merienda de mi hijo”
Estas son algunas de las frases que han motivado esta entrada. Y desde ya quiero que quede claro que yo NO SOY EJEMPLO DE NADA.
Mi vida es muy parecida a la tuya y tengo un hijo completamente normal que vive en sociedad, así que me encuentro día a día con los mismos dilemas que tú.
Si me sigues desde hace algún tiempo, sabrás que no me gusta la cocina, mis recetas son muy básicas, no se parecen en nada a las de mis abuelas. Por eso, cuando me piden en consulta recetas o menús “para hacer lo que me pones y no pensar” les explico que seguramente van a perder calidad en su cocina.
Mi hijo, que en el momento en que escribo estas líneas tiene 5 años, está en esa fase de neofobia natural. Prefiere los hidratos de carbono (sopa, arroz, pasta, patata) y rechaza todo lo que es de color verde. Le encantan los helados y, aunque en casa no ha comido, le chifla el chocolate.
Puede que la única diferencia entre tú y yo sea la perspectiva con la que yo vivo la alimentación familiar. Para mí la comida no es motivo de conflicto en casa, no me preocupa si mi hijo hoy se come o no lo que le pongo en el plato, ni pido explicaciones en el comedor del cole. Entiendo el proceso natural de aprendizaje de hábitos alimentarios y tengo muy pocas líneas rojas, que podría resumir en una:
En casa solo entra lo que se puede comer/beber de forma libre.
Y si hablamos de mi alimentación como adulta, pues más de lo mismo. Te voy a contar una anécdota de mis inicios en este mundo de la nutrición.
Al inicio de mi carrera profesional trabajaba de forma muy diferente a la de ahora, para empezar mis pacientes eran personas adultas que buscaban perder peso por diferentes motivos y, para seguir, mi forma de entender la consulta era la cruz de la moneda respecto a cómo la entiendo ahora, entonces trabajaba las restricciones, prohibiciones y menús cerrados.
En aquel momento, que yo les decía a los pacientes que “no podían” tomar refrescos o bebidas alcohólicas, que “no debían” comer comida rápida, dulces o helados y que “lo sano” era comer vegetales, cuando salía con mis amigos o mi pareja miraba alrededor antes de pedirme una caña, pensaba qué pedir en la carta por si me veía alguno de mis pacientes. Serán cosas de una personalidad coherente, pero esto me generaba malestar.
Cuando un paciente se sentaba en la silla de enfrente yo sentía la necesidad de poder ser “su ejemplo”. Si yo puedo, tú también puedes lograrlo. ¡¡Qué equivocación tan grande!!
Afortunadamente, la vida está para cambiar de criterio y, las reflexiones de entonces me han ayudado a llegar donde estoy ahora.
Siempre he querido trabajar con niños ¿te imaginas que hubiese llegado aquí con esa mentalidad?
Por eso hoy te quiero decir que YO NO SOY EJEMPLO DE NADA. Que me puedes encontrar en una terraza disfrutando de una caña con mis amigos o de un helado con mi hijo y que está bien.
A veces os sentáis conmigo con vergüenza o culpa y solo quiero que sepas que mi trabajo no es juzgar cómo haces las cosas, sino escuchar cuáles son tus dificultades y necesidades y, según lo que me digas, ponértelo lo más fácil posible.